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Lo primero es moralizar la vida pública

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La expresión “regeneración democrática” se ha puesto de moda y, como es natural, no todos la usamos con el mismo significado. En UPyD la usamos desde nuestro nacimiento, la usan muchos analistas y escritores –y el regeneracionismo es un viejo artefacto teórico de la democracia española desde al menos Joaquín Costa-, y lo han puesto de moda esta primavera iniciativas y movimientos como #nolesvotes, Democracia Real Ya y el variopinto (y decadente) movimiento de los Indignados acampados bajo el exagerado título de #spanishrevolution.  Los que pedimos regeneración del sistema compartimos el diagnóstico básico, a saber, que el sistema democrático nacido en la Transición ha degenerado por muchas causas, pero no hay acuerdo en cuáles son éstas ni en cómo pueden atajarse. El amplio consenso sobre el que el bipartidismo inducido es un mal, la Ley Electoral injusta y la Justicia independiente sólo un deseo piadoso, se abre a continuación en un amplio abanico de propuestas alternativas. Unas, como las nuestras de UPyD, proponen medidas regeneradoras claramente institucionales: reformas parlamentarias de la Ley Electoral y de la Constitución para asegurar la separación de poderes, la autonomía de la justicia o leyes de transparencia y participación ciudadana. Otras, como las que se han oído en las asambleas de indignados, han derivado hacia políticas asamblearias fundamentalistas (eso es para mí el empeño en conseguir la unanimidad en una sociedad donde nada es unánime ni puede serlo) de orientación anarquista o consejista que han conseguido achicar al máximo el espacio social del movimiento hasta llevarlo a la parálisis y la marginalidad. Entre medio, los viejos partidos intentan ponerse al frente de la manifestación regeneracionista prometiendo reformas que han rechazado hasta ayer mismo, copiando descaradamente iniciativas de austeridad que exigen al rival mientras ignoran en sus taifas particulares, como sucede con las exigencias de transparencia de Rajoy a las comunidades que gobernaban los socialistas. ¿Pero cómo creer su buena disposición a quienes han fabricado este callejón sin salida?

Como es natural, esta profunda división desorienta a muchos ciudadanos interesados en qué se puede y debe hacer para solucionar la crisis política que amenaza con destruir todo lo que necesitamos para vivir con decencia, igualdad jurídica y libertad personal. Algo por otra parte inevitable cuando, como es el caso, asistimos a la que amenaza ser muy pronto una formidable crisis constitucional. La pregunta es más o menos esta: por dónde empezamos? Algo así como una versión reformista y cívica del revolucionario Qué hacer? que Lenin escribiera como guión del asalto al poder en Rusia.

Pues bien, en mi opinión lo que urge y lo primero es moralizar la vida pública. Entrar en las instituciones para hacer que actúen de acuerdo con los criterios de la ética pública de la democracia, que es algo bastante sencillo: respetar las leyes y hacerlas cumplir a todos, servir al interés general y no al particular ni partidario, rechazar cualquier corrupción y combatirla con medidas prácticas. Abrir las ventanas, los cajones y los armarios; levantar las alfombras y pasar la escoba; poner sobre la mesa lo que había estado tapado, desde el estado de las cuentas públicas al funcionamiento interno escamoteado al control de todos.

El entusiasmo que ha despertado una medida tan sencilla y de sentido común como el rechazo de los coches oficiales que corresponden a todos los concejales de Madrid –salvo entre sus antiguos beneficiarios, especialmente los de IU- por los cinco de UPyD es solo una muestra de lo extendida que está la urgencia por la moralización de la vida pública. Cuando se pide que se extingan los privilegios de los políticos la mayor parte de la gente reclama que desaparezcan los lujos injustificados –como esos coches oficiales con chófer y escolta que son más un signo de estatus que una medida de seguridad-, y también las zonas de sombra que ocultan al escrutinio público el verdadero funcionamiento de la maquinaria política y administrativa: la toma de decisiones sobre asuntos que afectan a millones de personas. La vida pública se moraliza no mediante declaraciones altisonantes, sino con cargos públicos austeros que no buscan privilegios para sí ni para sus socios, mediante políticas de transparencia y apertura a la ciudadanía y con instituciones eficaces que –al menos- resuelvan más problemas de los que crean y aporten más beneficios que costos.

Moralizar la vida pública no es sin embargo el objetivo de la política de regeneración democrática, sino un requisito para su puesta en marcha, el saque que inicia el partido. Su objetivo no es sólo dar buen ejemplo y demostrar que las cosas se pueden hacer de otra manera, que también, sino devolver a las instituciones la legitimidad que han perdido por el mal uso que los viejos partidos han hecho de ellas. Esta legitimidad es indispensable para abordar el debate político que exige una reforma constitucional y para tener autoridad para enfrentar los grandes problemas que ya tenemos en casa: crisis económico-financiera, paro monstruoso (especialmente el juvenil) y desafíos nacionalistas al Estado común que la entrada de Bildu en las instituciones vascas y navarras van a reactivar inmediatamente echando más gasolina al fuego que consume el Estado.

La legitimidad que da la moralización de las instituciones es la convicción de que los cargos públicos no son un hato de corruptos o ineptos que están allí para medrar, sino ciudadanos como la mayoría, dispuestos a poner lo mejor de sí mismos para resolver los asuntos que se les han encomendado. En definitiva, la seguridad de que, al igual que un bombero, un policía o un médico, un concejal o un diputado está trabajando para resolver los asuntos públicos del mejor modo que sepa. Ese es el clima de opinión indispensable para abordar con seriedad y garantías un debate sobre cómo resolver de una vez la estructura territorial del Estado, cómo acabar con la corrupción, cómo instaurar una justicia independiente o una ley electoral más justa. O la reforma laboral que urge para acabar con el mercado dual y el paro juvenil consecuente.

Conviene recordar que nuestras sociedades modernas son complejas, cambiantes y, en muchos aspectos, impredecibles. Pretender que todos quienes las componemos debemos ponernos de acuerdo en todo –al estilo de las acampadas de “indignados”- no solo es una quimera y una soberana tontería, sino un atentado contra la naturaleza misma de la democracia, entendida como un sistema político que incluye a personas de muy distintas ideas, creencias, expectativas e intereses, organizadas por eso mismo en distintos partidos políticos. Los problemas políticos que tenemos solo va a solucionarlos una política mejor y más democracia, no menos, pero para eso es indispensable que primero moralicemos las instituciones acabando con la corrupción, las malas prácticas, la opacidad, la ineficacia y, sobre todo, con su secuestro para ponerlas al servicio de intereses particulares. Se puede empezar renunciando a coches superfluos y con otras cien medidas inmediatas. Pero lo importante es empezar ya, y empezar haciendo política.

 

 


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